“Los viejos no mueren, se duermen un día y duermen demasiado tiempo”
Jacques Brel
Las porras de la pasma han terminado por definir la mejor clase que los estudiantes hayan podido recibir en lo que va de año. Pero antes, unas consideraciones urgentes.
La violencia policial de estos días pasados tan sólo es el gesto más crudo y espectacular de cómo se expresa el Poder cuando se le desprecia y no se le trata como tal. Es la arrogancia, la informalidad y el salvajismo de los que luchan lo que inquieta a la derecha, pero también a la izquierda, esto es, a todos aquellos que desean una vuelta a la normalidad. ¿Qué tiene el estudiante que lo puede convertir en una amenaza? Su posibilidad de interrupción constante, el desacato y las ganas de juego.
No hay mayor deseo de paz que el que todo vuelva a la normalidad. La calma que sigue a la tempestad. Es esa calma en la que no sólo parece que no pasa nada, sino que, realmente, no pasa nada. Muchos se felicitan que todo vuelva a la normalidad; respiran aliviados de que todo vuelva a sus cauces normales.
Este elogio de la normalidad es, sin embargo, el modo en el que lo que se quiere conservar expresa su victoria. Es el modo en el que ella misma, aunque se sabe mentirosa, hace ver al mundo crédulo que todo vuelve a ser lo que era antes de que pasara nada.
Pero todo ha pasado. Ya nada es diferente porque nada era diferente. Los últimos días de lucha contra la imposición de la mafia europea no son un modo de anormalidad dentro del transcurrir de la vida pacífica. Lo extraño no es preguntarse por qué ahora se ha despertado una conciencia con respecto a la mercantilización de la Universidad y de la vida en general. Lo extraño es preguntarse por qué esa conciencia no se había ya dado antes.
No es ahora cuando la aprobación del EEES se hace más patente. Lo extraño no es que ahora todo parezca más urgente sino el que esta tempestad no haya comenzado antes. Lo anormal no es mostrar lucha, acción y resistencia contra el EEES; lo anormal no es la okupación de instituciones universitarias para reclamar algo que las mismas instituciones usan como ideología justificatoria: la democracia.
Desde el primer momento se ha pedido diálogo con las instituciones académicas para poder frenar el EEES. ¿Realmente alguien pensaba que esas instituciones iban a responder afirmativamente? Ya el modo en el que esas mismas instituciones están ordenadas demuestra la escasa estima que se le tiene al estudiantado dentro de cualquier institución universitaria. Nuestro papel es el de pagar y callar. Más allá de eso, nada se nos está permitido. Los estudiantes han hablado como aquello que son, estudiantes, sin darse cuenta de que este diálogo se encuentra viciado desde su raíz. Lo que aquí se decide es un pulso contra el poder, esta vez representado por los dueños y defensores de esas deleznables fábricas de ciudadanos. En esta relación dialéctica se debe definir que el esfuerzo mostrado tiene que ser para destruir la Universidad hasta que no sea posible una vuelta a la normalidad. Es más, su naturaleza implica su abolición. Es una institución, no sólo al servicio de la Mafia (la mercancía organizada como una fuerza), sino que nos convierte en mercancía; tutela una vida de mierda a medio camino entre el aburrimiento y la esquizofrenia.
¿Es a esas instituciones a las que hay que pedir diálogo? Ciertamente quien creyera tal cosa habría de extrañarse por la actuación de la policía. Una de las miopías del movimiento es no haber previsto la confrontación violenta contra la autoridad.
Ni siquiera en el mayor escenario de legitimidad democrática la autoridad dejará de usar la violencia para definirse. Siempre y en lo sucesivo ocurrirá lo mismo. Las consignas a favor de la salida de la policía de la Universidad revelan la misma miopía. No queremos la policía fuera de la Universidad: la queremos desarmada y derrotada. Igualmente, los gritos en las manifestaciones en las que se decía que los estudiantes no son delincuentes revelan otra miopía. El que no se inserta dentro del trabajo asalariado, ya es una forma de delincuente, un vago, un estudiante. Éste y no otro es el modo en el que los medios de comunicación tratan el asunto. Los “antibolonia” contra las fuerzas de las instituciones democráticas. Los estudiantes sí son delincuentes. Y si eso significa estar contra el sistema que promueve lo muerto sobre lo vivo, la violencia salvaje y desatada contra la protesta inocente y naiv de gran parte del movimiento, entonces sí que hay reivindicarse como delincuencia. Sólo cuando el conflicto se de cuenta de la caracterización social que tiene el estudiante, sólo entonces podrá situarse en su justo lugar con respecto a las decisiones que deberá tomar si realmente quiere negar la precarización de la Universidad y de la vida en general.
La protesta debe permanecer en un punto en que no sepa como ser tratada por la Autoridad. Tiene que permanecer en movimiento, ágil e imprevisible; tiene que desbordarse a sí misma. Sólo en este terreno será posible empezar a considerar la idea de que la vuelta a la normalidad sea inviable. Y es este instante cuando entran en juego las posibilidades radicales. Maleantes contra estudiantes, hooligans contra negociadores. La anarquía entrando en acción.
Sólo en las épocas de conflicto se revela el carácter originario de cada cual. Y en esta ocasión no está siendo una excepción. La Universidad, dentro de un proceso más generalizado, se revela como lo que lleva siendo desde hace tiempo: una fábrica de asalariados e imbéciles. Ahora esta esencia pierde su máscara y se muestra tal y como la sociedad en su conjunto la necesita. Los que antes salían beneficiados de poder adquirir las habilidades necesarias para el triunfo social, ahora lo tendrán más fácil todavía. Los que todavía estaban en la ingenuidad de pensar que algo de excelso y humanista quedaba en lo universitario, ya han llegado al descreimiento. Si alguna vez hubo un atisbo de pensamiento crítico en la Universidad (crítica genuina y no la que se circunscribe a las buenas y correctas formas académicas) ahora no servirán de nada. No se perseguirán, tal y como ocurría en épocas pasadas, sino que, simplemente, ya no serán útiles en una época en la que la supervivencia será tan alarmante y extrema que el pensamiento crítico quedará arrinconado a la peor estirpe de los especialistas: los intelectuales.
Por ello, no es exagerado afirmar que desde un punto de vista humanista el cierre de todas las Universidades no agravaría la situación social de nuestra vida. Simplemente dejaríamos de ser especialistas de una especialidad para serlo de otra. En la Universidad, lo que menos cuenta es el conocimiento. Lo que triunfa es la supervivencia totalitaria y generalizada. Frente a ella, si la Universidad se convierte también en una institución de gestión de la precarización, en ese caso la Universidad pasará a ser uno de nuestros objetivos. Este es el tiempo de jugar con fuego y del fuego del juego.
¡Vándalos, sigan así! A nuestra fealdad le “ponen” vuestras terribles bellezas…
La Sociedad Secreta La Felguera
Black Mafia
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